DATOS PERSONALES

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* Escritor y periodista especializado en los aspectos políticos de la globalización. * Presidente del Consejo del World Federalist Movement. * Director de la Cátedra de Integración Regional Altiero Spinelli del Consorzio Universitario Italiano per l’Argentina. * Profesor de Teoría de la Globalización y Bloques regionales de la UCES y de Gobernabilidad Internacional de la Universidad de Belgrano. * Miembro fundador de Democracia Global - Movimiento por la Unión Sudamericana y el Parlamento Mundial. * Diputado de la Nación MC por la C.A. de Buenos Aires

sábado, 11 de agosto de 2012



APOCALIPSIS FRÍO

Se derrumbe o no el mundo, la Argentina sigue teniendo los principales factores externos a favor. No a pesar de la crisis, sino gracias a ella. Y aún así, a pesar de ocho años de viento de cola que no existe pero que lo hay, lo hay, el panorama es caótico en todos los aspectos de la vida nacional. No es ya que se tema o se profetice la llegada del apocalipsis. Es que el apocalipsis ha llegado. Es un apocalipsis frío, pero es un apocalipsis. Aquí. Hoy.
 “Esto no es el 2001” sostuvo hace pocas semanas Kiciloff, ese agitador universitario a cargo de la economía nacional. Razón no le faltaba. Esto no es el 2001 porque la soja hoy vale cinco veces más que entonces, el real casi tres veces más, el euro más de seis veces y el dólar cuatro veces y media. Eso, si damos por buenos los valores oficiales. Y tampoco es el 2001 porque no hay corridas bancarias, y no hay corridas bancarias porque tampoco hay dólares y el peso argentino no merece siquiera que alguien corra. Y esto no es el 2001, además, porque el gobierno es un gobierno peronista. Así que de saqueos, ni hablar.
Si la actual economía argentina tuviera que funcionar con los parámetros internacionales de 2001, el señor Kiciloff vería que, en efecto, esto no es el 2001 sino algo peor, ya que todos los factores de competitividad vía devaluación que el 2002 duhaldista nos legó al precio de llevar la pobreza de 35% a 57% en seis meses (son datos del INDEC, QEPD), se han volatilizado en ocho años de progresismo sin progreso, dejando a la vista la carne viva de la realidad.

En 2001, en el colapso de los Noventa, la pobreza llegó a un cuarto de la población luego de dos años de recesión. Hoy estamos en esa cifra con sólo dos meses de recesión. Para no mencionar la situación en todos los aspectos en los que Argentina avanzó con el estilo de un cangrejo en los últimos ocho años, en los que pudo haber dado un enorme paso hacia el futuro. Trabaja hoy en negro un tercio de la mano de obra ocupada. No hay vivienda sino villas miseria que crecieron un 50% y barrios y edificios cada vez más amurallados. La infraestructura se cae a pedazos, evidenciada por un accidente ferroviario a 27 kilómetros por hora en el que fallecieron 51 personas. No ha habido una sola obra pública digna de mención a pesar de la carga fiscal de primer mundo y las cifras del gasto público. Enfrentamos así cuellos de botella asfixiantes en transporte y comunicaciones. En energía pasamos del autoabastecimiento y la exportación a una boleta energética anual de 8.000 millones, lo que ha llevado al bloqueo del dólar. A pesar del famoso seis por ciento los índices internacionales muestran un retroceso del rendimiento educativo sin precedentes en nuestra historia, en tanto el señor ministro de educación propone pruebas especiales que contemplen las capacidades diferentes de los pobres niños argentinos.
El pasaje del superávit al déficit comercial –especialmente significativo respecto a Brasil, que duplicó el valor de su moneda frente al peso- tampoco miente: la Argentina carece ya de una verdadera estructura productiva. El único sector en condiciones de sobrevivir por sí solo es el agropecuario, sin cuyo aporte impositivo la estantería se vendría abajo. Algunas joyas de escaso volumen, como el software y la bioingeniería, dos o tres campeones industriales que han tomado apropiada nota del estado de las cosas y elaborado estrategias de desinversión, y algunos pocos servicios decentes no bastan para esconder la realidad: mitad de la población argentina vive colgada de la nada. Si además el gobierno bloquea los mecanismos que financian la construcción y las automotrices bajan un cambio no hace falta demasiado para comprender lo que sigue. ¿La inflación? Bien, gracias. La inflación no existe, pero acabamos de superar a Venezuela...
Para no hablar de la situación social creada por una década de demagogia populista, que ha destruido la cultura del trabajo, según la izquierda, y las ganas mismas de trabajar, según la derecha. Esa misma inconsciencia irresponsable hace hoy que la mayoría de los argentinos crean que éste es el piso de la situación, y es hora de ir por más, cuando no es el piso sino el techo. Y en cualquier momento se nos cae encima.
En cuanto al famoso desendeudamiento, hágase la cuenta de las necesidades de inversión en transporte, energía y educación y se comprenderá en qué ha consistido: otra fiesta consumista como la de la plata dulce y la convertibilidad, al precio de acabar con el crédito externo y destruir la infraestructura. Estar desendeudados significa hoy, simplemente, que no podemos siquiera pedir prestado lo necesario para reconstruir el país. Desendeudamiento financiero pagado con endeudamiento estructural, en suma; y en nombre de un “modelo productivo”.
La seguridad, sin palabras. La droga crece al amparo de la complicidad política y de la desactivación progresiva del sistema judicial. Su influencia en la criminalidad se hace trágica pese al discurso políticamente correcto. Y de la institucionalidad, mejor no hablar. Todas y cada una de las principales instituciones argentinas se ha convertido en una fachada detrás de la cual opera una mafia, que maneja una caja, y es defendida por una patota. Mafia, caja y patota son hoy las verdaderas instituciones nacionales. ¿Cómo va a haber seguridad de ningún tipo? Lo que hay es violencia, y miedo. Por eso la opción entre obsecuencia y apriete determina la relación entre gobierno y ciudadanos, como bien han comprendido desde el humilde señor Saldaña, el de la inmobiliaria.
Es cierto que la situación objetiva es todavía remediable. Tan cierto como que el problema del país no es la enfermedad, sino el médico. El médico y su estrategia de tensar las cosas hasta el extremo, a riesgo de hacerlas inmanejables. El médico y sus recetas megalomaníacas, capaces de convertir un resfrío en neumonía. El médico y su deliriro autorreferencial. El médico y los colegas del médico, los que le disputan el negocio, tan armados, preparados y listos a matar al paciente como el propio médico. El médico y los que eligen siempre al mismo médico y luego dicen “A este paciente, sólo este médico lo puede curar”.

La intolerancia política de los Setenta, la obsolescencia económica de los Ochenta y la corrupción general de los Noventa. Pobreza, recesión, inflación, inseguridad, autoritarismo, violencia y corrupción crecientes, agudizadas por una sociedad partida al medio y por agresiones impiadosas a toda forma de oposición y dentro del mismo bloque de gobierno. Todo esto, después de ocho años que deberían haber sido los del despegue y en un momento en que las variables externas son aún muy favorables. No está dicho que el país explote de nuevo, pero el apocalipsis está aquí. Es un apocalipsis frío, distante, implosivo, muy distinto al de 2001. Y tan solo acaba de empezar.